Dentro de los muchos problemas que pueden aparecer a la hora de reseñar un concierto, hay uno que presentan muy pocos artistas en la Argentina, entre ellos Andrés Calamaro: la confusión constante con la memoria emotiva. Un setlist suyo es, inevitablemente para cualquiera que haya crecido en este país de los 80 en adelante, un repaso de la vida propia. Cada canción está pegada a un amor, a un viaje, a un asado, a un desencuentro y requiere un esfuerzo especial para quien tiene que valorar su show separar la historia personal de la ejecución del momento. Y en un punto está bien que eso pase: el cantante se ganó -con la acumulación de su obra- que veamos a Calamaro antes que a un recital de Calamaro, con la emoción dispuesta a sabotear el juicio y -por qué no- con algo de reverencia por alguien que siempre acompañó. Sin embargo, lejos de aprovecharse de su atemporalidad, Andrés toma el camino difícil y, a puro oficio, hace lo que no se le exige: revalida pergaminos cada tres minutos.